jueves, 11 de agosto de 2011

Primer puesto.

Chris Egea

(muchísimas felicidades, un relato precioso)


Diez cosas que metería en mi maleta de viaje:

1. Libreta y boli

2. Mapa

3. Dinero

4. Gafas de sol

5. Harmónica

6. Polaroid

7. Chocolate

8. Chistera

9. Pulmones de recambio

10. Magia en lata de conserva


Su mirada de sueños por cumplir (o el éxtasis de mi alma)

Transformaba melodías en acrobacias de sentimientos con una elegancia y una majestuosidad que robaba el aire de los pulmones. Por suerte había sido previsor y en la maleta llevaba un par de recambio. De pulmones, digo. Que los escritores somos demasiado sentimentales y de la emoción se nos suelen desinflar.

Infinitamente mejor que el flautista de Hamelín, aquel hombre atraía turistas con el sonido de su harmónica. Completamente hechizado por el éxtasis del alma, me senté en un banco y saqué libreta y boli. Mis dedos se movían frenéticos al intentar desentrañar lo que se escondía en aquel mapa de partituras intangibles, leer entre líneas cuando no había letra, hallar la solución en un laberinto sin salida. Y su música a mis oídos era como chocolate al paladar. Como una foundie de música vibrando en cada una de mis terminaciones nerviosas.

Alcé la vista con el corazón acelerado y ante mis ojos encontré a una muchacha de unos treinta años. Quieta, con las manos temblorosas. Y la mente extasiada, como mi alma. No lo sabía porque no le veía la cara, pero podía notarlo. Como un hilo de plata que nos unía, las notas se desprendían más vivas que nunca del instrumento. Y sentimos la adrenalina al mismo tiempo. Como si juntos hiciésemos un sólo en un concierto ante millones de personas. Más potente que la fuerza de un huracán.

Me quité las gafas de sol, con las manos temblorosas y la pasión al rojo vivo, saqué un poco de dinero del bolsillo y me acerqué al músico. Deposité las monedas en la chistera e, instintivamente, miré a la muchacha. En aquel preciso instante, como si hubiese estado esperando aquel momento toda la vida, sacó una foto con la polaroid que llevaba consigo. Nos miramos. Inquisitivos. Un tanto lascivos. Y sonreímos. Sólo Dios sabe si por cortesía o de puro anhelo. Algo eterno. Demasiado efímero. Y durante aquel instante tuve la certeza de que de aquella chistera que aún permanecía a mis pies, podría sacar un conejo, un rinoceronte e incluso un ave fénix. Sólo para ella.

De manera casi involuntaria, guardé la magia de aquella tarde en una lata de conservas. La etiqueté como más allá de su mirada de sueños por cumplir (o el éxtasis enquistado en mis costillas) y continué observando cómo se alejaba con paso inseguro por las calles de París.

Me prometí a mí mismo escribir sobre aquello. Sobre ella. Más tarde descubrí que su sonrisa aparecía desdibujada en cada rastro de tinta que dejaba mi estilográfica. Se convirtió en mi musa y en mis ganas de vivir. A partir de aquel momento, decidí que la encontraría, pasase lo que pasase, que le pediría que me diese la foto y ya de paso, que me devolviese mi corazón.

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