sábado, 13 de agosto de 2011

Tercer premio.

(muchas felicidades bonita, me ha gustado mucho la historia)


Diez cosas que metería en mi maleta de viaje:

1. Un álbum de fotos, que me de alegría en pequeñas dosis cuando esté lejos y necesite recordar.

2. Un tarrito de cristal lleno de los olores que se pueden percibir en mi casa.

3. La receta del pastel que siempre me hace mi madre el primer domingo de cada mes.

4. Mi ipod, con todas aquellas canciones que fueron la banda sonora durante algún momento importante de mi vida.

5. Un bolígrafo y un cuaderno para poder ir escribiendo o dibujando todo aquello que me venga a la cabeza, y que necesite expresar en un papel.

6. Una cajita de madera decorada con pinturas que tendría pequeños recuerdos, como entradas de cine y teatro, cartas y un pequeño detalle que me recuerde a cada una de esas personas especiales que se ganaron un hueco en mi corazón y cuyos nombres están tatuados en él.

7. El primer libro que leí, ese que releía todas las noches antes de irme a dormir.

8. Mi pañuelo rojo de lunares, para que me resguarde del frío de las ciudades por donde viajaré, protegiéndome de esa tristeza que desprende el asfalto y que contamina el aire.

9. Mi reloj de bolsillo plateado con la hora de mi país, ese que me vio crecer, para que cuando viaje por los seis continentes siempre pueda saber cuando amanece o se esconde el sol en mi hogar.

10. Los zapatos de charol que llevaba en mi primer cumpleaños sorpresa, cuando tan sólo tenía tres años.




Su eco era el sonido de las gotas de lluvia.

Un día sin más hizo la maleta y nunca más volvió. Se esfumó como lo hacía el humo, sin ruido, y huyó como lo hacía la luna cada noche antes de que apareciera el sol, entre sombras y oscuridad. Tan sólo había dejado una nota de despedida en el libro de cocina de su madre, en la página donde estaba escrita la receta del pastel que ésta siempre le preparaba por su cumpleaños. Al principio todos la buscaron, pero con el paso de los años la gente se olvidó de esa chica delgada y solitaria que siempre andaba por las calles a media noche con su pañuelo rojo de lunares en el cuello y con esos zapatos de charol que sonaban como gotas de lluvia cada vez que corría por el asfalto. Ella sabía muy bien que eso ocurriría, por lo que se había preparado para un viaje sin retorno. Compró un billete de tren de ida pero sin vuelta, y así, acurrucada en su asiento y leyendo el primer libro que había caído en sus manos cuando todavía no medía más de medio metro, se fue. Ni una lágrima escapó rodando por sus mejillas, tan sólo un leve suspiro lleno de melancolía y nostalgia. Antes de dejar su pasado atrás echó un último vistazo al viejo reloj de la pared de la estación. Sacó de su abrigo un reloj de bolsillo plateado y lo puso en hora. Y el tren de su nueva vida se puso en marcha. La chica se escondió en el lugar más recóndito del planeta, allí donde nadie podría encontrarla jamás. Eligió una vieja cabaña en un árbol situada en un bosque de altos pinos. Subió las escaleras de maderas de su nuevo hogar, que crujieron bajo sus pies, al igual que lo iba haciendo su corazón. Abrió su maleta y sacó un álbum de fotos azul marino. Arrancó cada fotografía, tanto del papel del álbum como de su memoria, y las utilizó para recubrir las paredes de la cabaña. Además, extrajo de su bolso una cajita de madera decorada con pinturas, que colocó junto a su cama. De ésta cogió un tarrito de cristal que al abrirlo desprendió infinidad de olores, esos que impregnaban cada resquicio de su antiguo hogar. Y así terminó de preparar su nueva casa, su refugio ante el mundo externo. Cada noche, cuando sólo se oían a los animales corretear salvajes por el bosque, ella se tumbaba en su cama, cogía su cuaderno y un bolígrafo, y con la música de su ipod resonando en sus tímpanos, se ponía a dibujar. A pintar cada recuerdo que todavía no había desaparecido, trazando cada detalle que su memoria no había borrado. Pero con el transcurso del tiempo ella empezó a olvidar, hasta que una noche ya no fue capaz de recordar nada. Las canciones de su reproductor ya no le evocaban ningún momento bonito de su vida, los olores del tarro habían desaparecido, camuflados entre el perfume de los árboles; y en las fotografías que todavía adornaban sus paredes sólo veía rostros extraños. Su cuaderno se quedó en blanco, abandonado, como su corazón. Ese corazón que dicen que todavía puedes escuchar susurrar en el bosque, que llora en silencio y le canta a las estrellas que se esconden tras la copa de los altos árboles.

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